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Manifiesto en voz alta: Por las que ya no pueden hablar

Actualizado: hace 4 días

Un grito desde el alma de una madre que eligió seguir viva, pero no callada.

Hoy quiero dirigirme a vos con la dignidad que a muchas nos arrebatan. Porque lo que se calla, se repite. Y yo no voy a dejar de luchar hasta romper el abuso de ese hombre hacia mi persona, aunque hacerlo me lleve esta vida… y la próxima.

Hoy no hablo solo de mí.

Quiero hablar de algo que está removiendo las redes sociales: el caso de una madre, odontóloga y docente universitaria, que en medio de un colapso emocional terminó quitándole la vida a su hija de tres años e intentando acabar con la suya.

Un caso duro, doloroso, y profundamente triste.

La opinión pública está dividida. Muchos la juzgan. Otros la excusan. Pero yo…

Yo no vengo a pedirte empatía por esa pobre mujer con el alma tan fraccionada. Porque no soy quien para defenderla… pero tampoco soy quien para condenarla.

Te hablo desde el otro lado. Desde la mujer que eligió, por amor a sus hijos, trabajar su dolor para darles fuerza. Desde la que sigue viva, sí… Pero rota. Desde la que lucha cada día por no colapsar.

No soy mejor que ella. Pero tampoco lo son ustedes, quienes juzgan sin saber lo que el trauma causa en una mente, en un cuerpo, en un alma.

Estudios de Harvard han demostrado que el abuso crónico y la violencia sostenida alteran físicamente el cerebro: se reduce el tamaño del hipocampo (memoria), se hiperactiva la amígdala (miedo), se debilita la corteza prefrontal (decisiones racionales).

No es debilidad. Es neurobiología. Una mente en trauma sobrevive como puede. A veces con fuerza. A veces colapsando.

La empatía —esa sí se les reserva a los agresores. A esos que ahora lloran frente a las cámaras, aunque nunca lloraron frente a sus hijos.

Yo no conozco bien sus historias. Pero sí conozco la mía.

A mí me tocó denunciar mientras estaba embarazada de alto riesgo. Pedí ayuda mientras era abusada sexualmente y nadie vino. Pedí ayuda cuando mi casa quedó llena de sangre… y nadie vino.

¿Cómo iba a buscar ayuda si ya había perdido la fe? Lo único que podía hacer era ahogar mis gritos y mi llanto para que mis hijos no vieran lo que él hacía.

Y aún así, el juicio penal está parado. La apelación duerme en un escritorio. Las pruebas están ahí, pero nadie quiere verlas.

Él sigue libre. Sigue feliz. Mientras yo vivo en una jaula... una jaula legal con el moño de la justicia podrida.

¿Y saben qué es peor? Que quienes deberíamos confiar —las autoridades, el sistema judicial, la sociedad— prefieren callar, omitir o mirar para otro lado.

Porque no se le juzga a él. Porque él puede comprar voluntades. Porque el abuso se calla, se esconde, se normaliza.

Y mientras tanto, quienes alzamos la voz... somos las que pagamos el precio más alto.

Datos que duelen pero no mienten:

- 1 de cada 3 mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual (OMS)

- En América Latina, 12 mujeres son asesinadas a diario por razones de género (CEPAL)

- El 64% de las mujeres víctimas de violencia doméstica presentan síntomas de depresión severa

- 25% ha tenido pensamientos suicidas (ONU Mujeres)

- 80% desarrolla una condición médica crónica por el trauma

Entonces me pregunto…

A vos, que te gusta opinar y juzgar sin haber reparado en pensar el “por qué”… ¿Por qué no nos detenemos a ver el trasfondo?

¿Por qué no cambiamos esta realidad?

¿Por qué no construimos un mundo donde ninguna hija, hermana, amiga, vecina o madre tenga que vivir lo que ella vivió… o lo que yo sigo viviendo?

Porque una sociedad que castiga a las víctimas y protege a los agresores no necesita justicia. Necesita conciencia.

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